lunes, 31 de octubre de 2011

Y entonces… ¿quién se podrá salvar?


Quién no ha escuchado la frase “la esperanza es lo último que se pierde”, y es que la gran mayoría de nosotros de una manera o de otra tenemos profundamente arraigada la convicción de que después de cualquier situación difícil y dolorosa, vendrá algo mejor.

Para todos los bautizados esta esperanza tiene una connotación muy particular, y es que nuestra confianza va mucho más allá de los límites comunes, pues la misma está puesta en Dios.   Para el cristiano es una virtud que está íntimamente relacionada con la fe, a través de la cual tenemos la certeza de que auxiliados por la Gracia de Dios y su Misericordia podremos afrontar las dificultades de esta vida, y salir victoriosos de las mismas. Pero también y sobre todo, significa que a pesar de nuestra condición pecadora y nuestra debilidad, Dios nos brindará su auxilio para un día poder alcanzar la Vida Eterna en su presencia.

El mensaje de la Divina Misericordia entregado por Jesús a Santa Faustina está íntimamente vinculado a la vivencia de esta virtud. Durante la Consagración  del Santuario de la Misericordia Divina en Polonia, el Beato Juan Pablo II dijo “fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre”.

En nuestro entorno podemos conseguirnos con muchos hermanos que heridos y derrotados por el peso de sus errores, sienten que no hay posibilidad de perdón para ellos. De igual forma los apóstoles de Jesús en una ocasión confundidos y temerosos ante la posibilidad de alcanzar la salvación  le preguntaron  “y ¿quién se podrá salvar?” (Marcos 10,26), a lo que el Señor lleno de amor y misericordia les contestó “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque todo es posible para Dios” (Marcos 10,27).

Jesús nos muestra al “Padre misericordioso y Dios de toda consolación” (2 Col 1,3), que no desea la condenación eterna de sus hijos, sino su salvación.  El mensaje de la Misericordia Divina va dirigido a todos los hombres y mujeres sin distinción alguna, Jesús quiere que sepamos que aunque nuestros pecados “sean como la grana, cual la nieve blanquearán” (Isaías 1,18) pues su misericordia y compasión son mayores que nuestros errores.

“Es preciso que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo más íntimo de los corazones llenos de sufrimiento, de temor e incertidumbre, pero al mismo tiempo, en busca de una fuente infalible de esperanza” Juan Pablo II.

Santa Faustina escribió sobre la misericordia de Dios de esta forma: “Oh sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce esperanza de los pecadores” (Diario 951). Abramos pues nuestros corazones a esta “dulce esperanza” y pongamos toda nuestra confianza en Él, para repetir incesantemente “Jesús, en ti confío”.

¡Vive Su misericordia, construyamos fraternidad”
@enticonfio2012

jueves, 27 de octubre de 2011

EL DON DE LA FE


En el artículo anterior mencionamos que la fe implica el fiarse  de Dios, y al contemplar las muchas corrientes que ofrecen de manera cada vez más diversa en qué creer, y analizar la respuesta de la gente ante esas nuevas ofertas, es fácil deducir que existe una gran necesidad de creer en Él. Pero ¿Cómo podemos saber que aquello que me ofrecen como Dios es cierto y digno de confianza?

La respuesta a estas pregunta es extensa, pero gracias al “Depositum fidei” (Depósito de la fe, confiado a la Iglesia por el mismo Jesús) sabemos  que Dios se nos ha revelado a los hombres desde el principio de la creación, en un primer momento a través del orden natural de las cosas y en un segundo momento a través de los profetas, llegando a revelarse plenamente en Jesús.

A través de la historia Dios fue confirmando las palabras reveladas a los profetas con las acciones personales e históricas que fue experimentando su pueblo; por ello aunque no todo el pueblo podía ver y hablar con Dios directamente, creía en Él pues experimentó la grandeza de su misericordia a través de los profetas.

 La plenitud de esta revelación ocurre con la encarnación del Verbo, es decir de Jesús. Es él quien nos muestra de manera más perfecta lo que hasta el momento había sido revelado, y con su palabra y acción nos demuestra que es el Hijo de Dios que vino a liberarnos de la esclavitud y de la muerte, para darnos vida en abundancia (Juan 10,10).

En consecuencia la fe es la respuesta del hombre ante la revelación que Dios ha hecho de sí mismo, es decir, el hombre decide de manera consciente y voluntaria creer en Dios y en la  Palabra que Él ha revelado.

El Depositum fidei es “el patrimonio de fe que, confiado a la Iglesia, exige ser transmitido por ella fielmente y explicado sin errores. A este depósito de la fe pertenece la Palabra de Dios escrita, los dogmas, los sacramentos, la moral y el ordenamiento jerárquico constitutivo de la Iglesia. Este comprenderse la totalidad de las riquezas y de los bienes de la salvación, entregados a la Iglesia, y que ella comunica a los creyentes, actualizando sus contenidos con admirable prudencia, a fin de hacer inteligible, creíble y fecundo el patrimonio inmutable de verdad, saliendo al mismo tiempo al encuentro de las exigencias y de los interrogantes de los hombres y de los tiempos” (Constitución Apostólica Fidei Depositum).

Así los creyentes podemos tener la certeza de cuál es la verdad revelada, agradezcamos al Señor el maravilloso don de la Iglesia, obra de su Misericordia que nace precisamente de su costado en la Cruz cuando brotaron la Sangre y el Agua.

¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012

lunes, 17 de octubre de 2011

“POR MIS OBRAS, TE MOSTRARÉ MI FE”

En la cotidianidad es común encontrarnos con actos de fe, no sólo desde el punto de vista religioso, sino desde las relaciones interpersonales.

Tener fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. La fe es también la confianza que tenemos en alguien o algo, a la cual llegamos después de haber evaluado si ese alguien o algo son dignos de fiar.   Quién de nosotros no ha escuchado a una abuelita decir que le tiene fe a este o aquel medicamento, porque en un momento éste le alivió alguna dolencia. Seguramente todos hemos escuchado expresiones de este tipo, y es que en nuestra vida vamos acumulando experiencias y conocimientos que nos ayudan a formar un sistema de creencias que nos permitan dar pasos sobre supuestas seguridades que nos garanticen estabilidad.

También en el ámbito religioso, solemos escuchar con frecuencia a personas decir que tienen fe en Dios, incluso nosotros mismos si somos lo interrogados al respecto, podríamos responder con cierta ligereza que sí. Pero cuando analizamos nuestra manera de vivir, podríamos cuestionar hasta qué punto realmente creemos en Él.

En una ocasión una enferma le pidió a una mística que orara para que Dios la curase, a lo que ésta le preguntó: ¿tú crees que Jesús puede curarte?, y sin dudar respondió inmediatamente: “Sí”. Comenzaron a orar y por gracia de Dios, sus dolores desaparecieron, quedando totalmente curada, pero paradójicamente la primera expresión de la enferma fue: “no lo puedo creer”.

Y es que la fe no constituye para nada un acto irracional o meramente emocional, la fe en Dios constituye  a la vez un compromiso de vida, no basta con decir que creemos que Él existe, pues bien lo dijo el apóstol Santiago “también los demonios creen y tiemblan” (Santiago 2,19).

Fiarnos de Dios implica creer y aceptar su palabra como verdadera, y  en consecuencia actuar de acuerdo a ésta. Santa María Faustina confió plenamente en Dios, al punto de escribir en su diario: “aunque me mates, nunca dejaré de confiar en ti”.  La fe es un don, porque nos ha sido dada gratuitamente, pero el abrazarla constituye un acto de la voluntad que sólo es posible lograr auxiliados por la Gracia Divina.

Si vivimos nuestra fe de manera auténtica, entonces esta deberá producir buenos frutos, pues “así como el cuerpo sin espíritu  está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2,26)

Roguemos al Señor de la Misericordia que aumente nuestra fe, y que día a día podamos repetir con convicción: Jesús, en ti confío.

¡Vive su Misericordia, construyamos fraternidad!

sábado, 8 de octubre de 2011

CREADOS PARA AMAR

Los seres humanos hemos sido creados por Dios para amar, en ello está nuestra felicidad, pero desafortunadamente muchos pasan por la vida sin sentirse amados y sin saber amar, perdiendo así el sentido real de sus vidas.

Siempre me han llamado la atención las esponjas, que al sumergirse en el agua, dejándose llenar de ella, son transformadas y llenas de sentido, llegando a un momento en que no pueden retenerla más en sí mismas y de manera natural comienzan a desbordar y propagar esa agua que es símbolo de vida. Pero que si por el contrario se alejan de la fuente de agua, poco a poco van secándose, endureciéndose y quedando vacías, sin tener nada esencial que ofrecer.

El agua representa el amor de Dios, que llena y transforma nuestras almas (representadas por las esponjas) trayendo esto como consecuencia el testimonio de una vida coherente en el pensar, decir y obrar según la voluntad de Dios; este testimonio de vida será la prueba irrefutable de nuestra auténtica unión con Él, no por el hecho de que los demás puedan vernos, sino porque esa manera de vivir será para nosotros una consecuencia natural.

En medio de una sociedad donde el amor ha sido deformado, los cristianos estamos llamados a ser testimonios del verdadero amor, pero esto sólo podremos hacerlo si nos descubrimos y sentimos amados por Dios. De lo contrario seguiremos repitiendo patrones sociales que parecieran ser amor, pero no lo son.

Vivir ésta intimidad de amor con Dios de una forma auténtica, nos llevará a profundizar un proceso interior de conversión que restaurará en nosotros la imagen y semejanza según la que fuimos creados y a la que estamos llamados a seguir siendo, imagen de Dios.

En una ocasión le preguntaron a la Madre Teresa de Calcuta su parecer sobre el hecho de que había personas que decían que ella era una santa, a lo que inmediatamente y con suma sencillez ella respondió diciendo “eso no es nada extraordinario, pues todos estamos llamados a ser santos”.   Muchas veces pensamos en los santos como personas que no son humanas y que viven flotando en una nube unidas a Dios ó haciendo milagros, pero la verdad es que el santo es aquel que sencillamente  sabe amar.

Jesús nos hace una invitación universal: “sed santos, como vuestro Padre del cielo” (Mateo 5,48), éste llamado no es exclusivamente para sacerdotes o religiosas, sino para todos los bautizados. Efectivamente esto no podemos lograrlo por nuestras fuerzas, sino con la ayuda y auxilio de Aquel  que es Santo. Nuevamente dirijamos nuestra mirada al Padre de Misericordia y clamemos con fe “EN TI CONFÍO”.

¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012

EQUIPO ARQUIDIOCESANO DE ANIMACIÓN PASTORAL.

sábado, 1 de octubre de 2011

LA LIBERTAD DEL AMOR

El anhelo de ser felices se encuentra presente en cada persona sin importar su condición social, cultural o religiosa, y ante la falta de referencias cercanas sobre lo que esto significa, muchos buscamos la felicidad en bienes materiales, placeres, poder, diversión, y un sinnúmero de cosas que “parecen felicidad”.
Sin embargo son muchos los que recurriendo a lo que piensan que puede ser la felicidad, una vez obteniendo lo deseado se dan cuenta de que aún hay algo que no termina de llenar sus expectativas y por lo tanto no se sienten felices.
La felicidad está íntimamente relacionada con el poder experimentar el verdadero amor que te lleva a la libertad interior; San Agustín experimentando la autenticidad del amor de Dios exclamó: “Ama, y haz lo que quieras”. Y es que los frutos del amor son claros, bien lo dijo Jesús en el evangelio “un árbol bueno no puede dar frutos malos, y un árbol malo no puede dar frutos buenos”(Mateo 7;17).
San Pablo nos ilumina sobre las características del amor: “El amor es paciente y bondadoso; el amor no tiene envidia, orgullo ni arrogancia. No es grosero ni egoísta, no se irrita ni es rencoroso; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” 1Corintios 13, 4-7. Para poder amar, necesitamos experimentar el verdadero amor, entendiendo que no todo a lo que hoy en día le decimos amor, realmente lo es.
Si tenemos la fortuna de experimentar ese Amor Misericordioso del Padre, a través de su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo, como consecuencia viviremos felices a pesar de las adversidades y el sufrimiento, pues “¿quién podrá separarnos del amor de Dios?”(Romanos 8,35). Ante esta unión íntima que llena el alma, somos transformados en la medida que aceptamos la voluntad de Dios, y sin hacer nada mas extraordinario que vivir el amor, nos vamos haciendo imágenes vivas de Dios, pues un fruto natural e inevitable de esa unión es la santidad.
Todos estamos llamados a vivir la santidad, y la Iglesia como madre nos presenta la vida de hombres y mujeres que como nosotros fueron débiles y  pecadores, pero que abrieron su corazón a Dios y decidieron vivir la alegría de la comunión íntima con Él.
Si nuestras vidas son transformadas por el amor, también lo serán nuestra familia, nuestra sociedad y el mundo entero. ¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012