sábado, 30 de julio de 2011

EL CAMINO A LA RECONCILIACIÓN

En una sociedad como la nuestra, en la que estamos acostumbrados al inmediatismo, resulta desconcertante hablar de asumir procesos que nos ayuden a vivir de manera lenta y progresiva un camino que nos ha de llevar a la maduración y superación de distintas situaciones personales, familiares, grupales o sociales.

Las dos últimas semanas hemos disertado sobre el perdón, y me parece oportuno aclarar que éste no siempre implica la reconciliación.   El perdón es un acto individual, la reconciliación implica a dos o más actores.  La mayoría de nosotros suele pensar que al perdonar a alguien, debemos volver a tener un excelente nivel de relación con la persona con la cual vivimos el conflicto, y esto no es así. 

Cuando somos heridos o cuando herimos a alguien, la persona afectada puede decidir de manera voluntaria y unilateral perdonar, pero eso no significa que las heridas producidas por el conflicto hayan sido sanadas de manera automática. Para sanar esas heridas es necesario vivir un proceso interior, que en algunos casos puede ser relativamente corto y en otros puede ser mucho más largo y complejo. En otras palabras, decidimos perdonar con la razón y la voluntad, pero nuestra emoción necesita ser sanada.

También es común escuchar la frase “si no olvidas, es porque no has perdonado”, y esto tampoco es cierto, pues no estamos obligados a volver a exponernos a situaciones que pueden ser explícitamente riesgosas para nuestra integridad tanto física como emocional, lo contrario sería ir contra el mandato evangélico  “amarás al prójimo como a ti mismo” (Marcos 12,31), es decir, implicaría no amarnos a nosotros mismos, y por ende no podríamos amar al prójimo.  El asunto está en que habiendo perdonado, debemos buscar la manera de sanar las heridas y sin guardar odios ni rencores, aprender  de las experiencias pasadas para no volver a ser víctimas de situaciones similares y poder continuar nuestro proceso de crecimiento y maduración de una manera sana y equilibrada.  Mientras más sanos seamos interiormente, mayor será nuestra capacidad de amar.  Todo esto sólo puede lograrse a través de un proceso y no de una manera mágica e instantánea.

La reconciliación es un proceso en el que las partes involucradas en un conflicto inician una relación que les lleva a una comprensión mutua de lo sucedido, superan sentimientos de odio y rencor desarrollados durante el enfrentamiento, inician un mutuo reconocimiento y sientan las bases para un pacto tácito, espontáneo y voluntario de amistad. La reconciliación recupera las capacidades derivadas del perdón y la comprensión de los hechos y restaura las capacidades afectivas.

¡Vive Su misericordia, construyamos fraternidad!

@enticonfio2012

sábado, 23 de julio de 2011

TUS PECADOS TE SON PERDONADOS

Seguramente todos hemos experimentamos situaciones que nos llevan a vivir una profunda sensación de soledad, muy especialmente cuando nuestra autoestima es duramente castigada por el desprecio o molestia de los demás, unido al sentimiento de culpa. En distintas ocasiones me he encontrado con personas que viven una profunda tristeza por sentirse miserables e indignos del perdón de Dios, y esto me hace preguntarme ¿por qué alguien puede pensar que Dios no lo puede perdonar?

Las razones pueden ser muchas, pero creo que la principal es el no tener referencias o vivencias reales del amor de Dios. San Pablo nos dice que lo que más se parece al amor de Dios, es el amor de una madre, y esto me hace recordar la cantidad de veces que he visto a una madre aceptar, perdonar y amar con especial cuidado a aquel hijo que le causa más problemas o que actúa en contra de sus deseos. A pesar de lo descarriado que pueda estar un hijo, la madre siempre busca lo mejor para él, lo cuida y protege aunque el mismo sea culpable de cosas que pueden parecernos terribles. Y es que para ella ese hijo siempre será su niño, al igual que lo somos para Dios.
Él está siempre dispuesto a perdonarnos, de hecho envió a su Hijo Unigénito para que tengamos vida en Él (Juan 3,16-18), pues no desea nuestra condenación sino nuestra salvación eterna. Por lo tanto no existe un pecado tan grande que Dios no pueda perdonar. Para recibir este perdón sólo hacen falta ciertas condiciones: arrepentirnos de corazón, confiar en Su misericordia, hacer el propósito de no volver a pecar y perdonar a nuestros hermanos “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mateo 6,12).
Quizás la mayor dificultad para aceptar el perdón de Dios está en que es un amor tan grande, auténtico e infinito, que nuestra razón es incapaz de abarcar y comprender. Estamos acostumbrados a que si somos buenos, merecemos cosas buenas, pero si somos malos, merecemos cosas malas; pero Dios nos ama y perdona sin distinción ni restricción a ricos y pobres, a buenos y malos. Quisiera terminar citando una frase del evangelio que encierra parte de esta grandeza: Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. (Lucas 15,7).
Eres un hijo amado de Dios, no rehúses vivir el gozo de saberte amado y perdonado por Él.

¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012

sábado, 16 de julio de 2011

¿A QUIEN BENEFICIA EL PERDON?

A lo largo de nuestra vida experimentamos diversas situaciones que evidentemente nos marcan de manera significativa, pero somos nosotros mismos quienes en definitiva decidimos de qué forma estas experiencias influenciarán el resto de nuestra vida.   Todos en algún momento hemos sido heridos por actuaciones, palabras u omisiones de aquellas personas que consideramos importantes, o por otras que siendo totalmente ajenas  a nosotros irrumpen de alguna manera en nuestras vidas con intenciones de dañarnos.  En ese momento surgen heridas que resultan difíciles de sanar, y que en muchos casos pueden conducirnos a alimentar odios y rencores hacia esas personas, trastocando nuestras emociones y con ellas nuestra manera de pensar y actuar.

Y es que el odio o el rencor, son como una pequeña raíz que crece en  nuestros corazones, que al principio puede parecer insignificante, pero que con el tiempo comienza a crecer y a hacerse más profunda y robusta, llegando en casos extremos a limitar nuestra capacidad de amar.  Quizás analizando los “actos”  podemos decir que esta o aquella persona no merece nuestro perdón, y nos aferramos a una situación específica que nos lleva a invertir una inmensa cantidad de tiempo, desgaste y esfuerzo en alimentar un sentimiento que es totalmente contrario al amor, en otras palabras, decidimos odiar o guardar rencor como una respuesta a la agresión que hemos recibido.

Sin embargo Jesús nos invita a perdonar continuamente, cuando fue consultado por San Pedro sobre cuántas veces debemos perdonar a nuestros hermanos, éste respondió “hasta setenta veces siete” (Mateo 18,22), en la oración del Padre Nuestro nos enseñó a decir “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”(Lucas 11,4), pero más allá de su palabra nos dio su ejemplo cuando desde la cruz clamó perdón para aquellos verdugos que le torturaban con saña “Padre perdónalos que no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).

Y es que el perdón no beneficia tanto al que es perdonado como al que perdona. El perdón no es un sentimiento,  es un acto de la voluntad que surge de la experiencia del amor; cada uno es libre de optar por perdonar o no. Si decidimos no perdonar nos condenamos a vivir atados a un inmenso peso que siempre nos hará infelices, pero si decidimos perdonar abrimos la puerta a la sanación de las heridas interiores,  lo cual constituye el inicio de un proceso de madurez y crecimiento que nos llevará a vivir en libertad, auxiliados por la Gracia de Dios.

¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012

domingo, 10 de julio de 2011

La Misericordia se hizo hombre

Es común escuchar a propios y extraños decir con frecuencia “te quiero” o “te amo”, y probablemente en la mayoría de los casos esta expresión sea una manifestación de algo mucho más profundo que un simple decir.  El amor no es solo un sentimiento, es una decisión, una opción de vida que tiene unas manifestaciones concretas en lo cotidiano. Me viene a la mente  una frase que suele repetir quien en otro tiempo fue mi párroco: “obras son amores, y no buenas razones”.

Resulta curioso ver cómo estamos continuamente en búsqueda de amor, todos necesitamos ser y sentirnos amados de una manera plena, y aunque nuestros seres queridos puedan demostrarnos y darnos amor, siempre habrá carencias que nadie logrará llenar. Y es que hay vacios que sólo Dios puede llenar, pues él nos conoce mucho mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, él entiende lo que somos y  así como somos nos ama de manera plena e incondicional.

Y ¿cómo nos ha demostrado Dios ese amor? San Juan nos dice en su evangelio: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no  perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3,16).

Ante esta frase del evangelio quedo casi sin palabras, pues creo que lo encierra todo, sin embargo creo que hay algunas cosas que merecen ser señaladas. Todos conocemos bien el pecado original y las consecuencias del mismo: la muerte y el sufrimiento para todos los seres humanos, llevando a la humanidad en muchos casos a llegar a situaciones extremas de injusticia y pecado. Pero Dios que no quiere la condenación eterna del hombre, se entregó a sí mismo para rescatarnos del pecado y llevarnos de la muerte a la vida; y esto lo hizo de una manera extrema, pues tomó nuestra condición humana encarnándose en el seno de una Virgen, para mostrarnos el amor del Padre.

Los evangelios nos relatan con exactitud cómo Jesús vino a perdonar nuestros pecados, curar nuestras enfermedades, cargar a las ovejas descarriadas sobre sus hombros, iluminar a los que estábamos en las tinieblas, resucitar a los muertos y entregarse como verdadero alimento de vida eterna.   Pero ese amor alcanzó su máxima expresión cuando siendo inocente cargó con nuestros pecados, padeció y murió para luego resucitar y abrirnos definitivamente las puertas del Reino.

En este año de la Misericordia tenemos una oportunidad especialísima para aceptar ese grande y tierno amor que es capaz de llenarnos de manera plena y hacernos felices a pesar de las muchas tormentas que podamos tener en nuestra vida.

¡Vive Su Misericordia, construyamos fraternidad!

@enticonfio2012

domingo, 3 de julio de 2011

LA CONFIANZA EN DIOS

Cuando confiamos en alguien, de alguna manera estamos arriesgando nuestro mayor tesoro, pues en ello estamos exponiendo nuestra propia esencia, lo que realmente somos. Este riesgo lo percibimos como mayor o menor dependiendo de nuestra experiencia, por lo tanto es normal que antes de arriesgarnos a confiar, analicemos si la persona en cuestión reúne las características que nos puedan brindar certidumbre ante semejante riesgo.
Por lo general buscamos que la persona sea consistente en su manera de pensar, hablar y obrar, unido a la convicción de que nuestro tesoro estará bien resguardado, haciéndose también imprescindible poder percibir que esta confianza es recíproca.

Pero cuando hablamos de poner nuestra confianza en Dios, se añaden otros factores, pues unida a la fe, debemos tener la suficiente humildad para reconocer nuestras fallas y en cierto modo hacernos como niños que confían de manera plena en sus padres.  En muchas ocasiones he escuchado a personas decir que tienen miedo a la voluntad de Dios, sin darse cuenta de que ésta está siempre dirigida a nuestro bien. Ya lo dice Jesús en el evangelio “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?” (Mateo 7,11). Por lo tanto es necesario ejercitar nuestra confianza en la Voluntad del Padre.

Al confiar en su voluntad, aprenderemos también a confiar en su amor que es mayor que todos nuestros pecados juntos, incluso de aquellos que nos parecen tan terribles que creemos que no pueden ser perdonados. Nos ayudaría a entender esta realidad el saber que nuestro Padre nos ama de una forma incondicional pues siendo Amor, nunca se cansa de esperar nuestro regreso. Su amor siempre será mayor que nuestros muchos pecados y en virtud de su Misericordia, siempre está deseoso y dispuesto a perdonarnos.

Finalmente debo citar al salmista que proclama: Dichoso el hombre que confía en el Señor. Es como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita” (Salmo 1) Sabemos que para Dios no hay nada imposible, por lo tanto si confiamos en que Él todo lo puede, nunca seremos defraudados por su bondad y misericordia. En la vida de cada uno de nosotros seguramente hemos experimentado momentos en que nos sentimos sin salida ante un precipicio, ese mismo es el mejor momento para abandonarnos con confianza en manos de Dios, por esto te invito a: “Probar y ver que bueno es el Señor” (Salmo 34,8).
¡Vive Su misericordia, construyamos fraternidad!

@enticonfio2012