miércoles, 12 de febrero de 2014

UN GRAN CONSEJO…
¿Alguna vez has tenido problemas con un pecado grave? Me refiero a algo muy serio. Quieres con todo su corazón romper el poder de este pecado en tu vida, pero no importa lo duro que luches y ores, sigues cayendo en el. Te sientes culpable continuamente, y la culpa te impide acercarse a Nuestro Señor por temor. En la confesión, te encuentras humillado al confesar el mismo asunto serio una vez más. Pero no importa lo mucho que odies la presencia de este pecado en tu vida, tú simplemente no puedes dejar de cometerlo.
Todos hemos estado allí, las luchas de este tipo son parte de la vida del católico. Pero, ¿cómo manejar este tipo de pecado repetido sin caer en la desesperación? San Maximiliano Kolbe, ofrece un consejo.
Siempre que te sientas culpable, porque has cometido deliberadamente un pecado, un pecado grave, algo que has hecho muchas, muchas veces, nunca dejes que el diablo te engañe, ni que te desanime. Siempre que te sientas culpable, ofrece toda la culpa a la Inmaculada, sin analizarlo o examinarlo, como algo que le pertenece a ella...
Que cada caída, aunque sea grave y sea pecado habitual, siempre sea para nosotros un pequeño paso hacia un mayor grado de perfección.
De hecho, la única razón por la que la Inmaculada nos permite caer es para curarnos de nuestra vanidad, de nuestro orgullo, para que seamos humildes y así hacernos dóciles a las gracias divinas.
El diablo, en cambio, intenta inyectar en nosotros el desánimo y la depresión interior en estas circunstancias, que de hecho, no es más que nuestro orgullo que sale a la superficie otra vez.
Si supiéramos la profundidad de nuestra pobreza, no nos sorprenderían en absoluto nuestras caídas, sino que más bien sorprendidos, agradeceríamos a Dios después de pecar, por no permitirnos caer aún más profundamente y  con mayor frecuencia.
En otras palabras, St. Maximiliano está diciendo que Dios nos permite caer para que podamos aprender a ser humildes. Esto es esencial, porque el orgullo es el enemigo número uno del alma, y no importa lo mucho que parezca que avanzamos en la vida espiritual, es todo una ilusión si estamos infectados con el orgullo y la autosuficiencia. Primero debemos aprender la humildad antes de que podamos hacer ningún progreso real en la santidad.
El problema es que si pudiéramos conquistarla por nosotros mismos a través de pura fuerza de voluntad, muy pronto nos convertiríamos en autosuficientes y orgullosos. No tendríamos ninguna idea de lo frágiles y débiles que realmente somos, o cómo dependemos de la gracia de Dios, incluso para hacer el más pequeño acto de bien.

Con el pecado repetido continuamente, se rompe cualquier ilusión de que podemos hacer todo por nosotros mismos. La humillación aplastante que sentimos con cada caída puede ser una buena cosa si nos lleva a la dependencia de María y por María a Jesús.

sábado, 4 de agosto de 2012

¿Donde encontrar la paz?


Cuando amamos a alguien, compartir tiempo con esa persona es un verdadero placer, las horas parecen minutos y la rutina se convierte en alegría.  Además quienes se aman buscan la manera para estar juntos, a pesar de las múltiples obligaciones o deberes que puedan tener.  Así por ejemplo un padre que realmente ama a sus hijos, es capaz de reponerse a su cansancio, con tal de poder compartir tiempo de calidad con sus hijos.

En los mandamientos de la ley de Dios se nos dice que debemos amarle a Él sobre todas las cosas, y en más de una ocasión he escuchado a personas decir que efectivamente Dios es lo más importante en sus vidas.  Sin embargo como dice el refrán popular: “del dicho al hecho, hay mucho trecho”.

En la vida de Jesús es muy frecuente encontrar los pasajes donde se retiraba a orar, incluso sus discípulos le piden en una ocasión que les enseñe a orar, petición que es atendida por Él de inmediato.

La oración es el tiempo por excelencia que dedicamos a estar con Dios, en el cual no sólo dialogamos con Él, sino y sobre todo, nos dejamos amar por Él.  Si abrimos nuestro corazón a Dios con sinceridad y humildad, sin duda alguna Él vendrá a nuestro encuentro, y su palabra se hará vida en nosotros.  No importa si somos santos o pecadores, pues “un corazón contrito y arrepentido, Señor tú no lo desprecias” (Salmo 51,19).  Muchas veces nos vemos aturdidos por el quehacer cotidiano, por los problemas del día a día, por nuestros propios conflictos internos, ante lo cual Jesús nos dice: “vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mateo 11, 28).

La oración debe ser para el cristiano una de las principales riquezas, la Madre Teresa de Calcuta decía que todo lo que ella hacía no era posible sin la fuerza de la oración.
Cuando oremos no perdamos nunca de vista que aunque no podamos ver a Dios, Él si no está viendo a nosotros, nos escucha y ante su presencia las realidades se transforman.  Nuestra angustia se convierte en paz, nuestras oscuridades se disipan, nuestras debilidades en fortaleza y nuestra soledad en compañía de aquel que es el Amor mismo.

Si realmente deseas que Dios sea lo primero en tu vida, pues fuera de Él no existe verdadera felicidad, no pongas barreras a la oración, dedica aunque sea un breve instante diariamente para dialogar con Él, como un pequeño se acerca al regazo de su madre para reposar. No siempre lo que pedimos a Dios nos es concedido, pero lo que si ocurre siempre es que en la oración nuestras angustias se transforman en paz.

sábado, 28 de julio de 2012

Pon tu confianza en el Señor


Los seres humanos solemos poner nuestro empeño y esfuerzo para alcanzar metas, que aunque parecieran muy difíciles de lograr creemos que son posibles de realizar.  Por lo general hacemos cálculos que nos permiten estimar con qué recursos contamos para llegar a ellas.

Sin embargo existen momentos de la vida en los que después de haber hecho todo lo posible, nuestras metas resultan inalcanzables, y ante este aparente fracaso podemos decidir olvidarnos de ello y aprovechar las experiencias que nos brindaron aprendizaje, o dejar de poner nuestra confianza en nuestras fuerzas para ponerla en el Señor.

En varias ocasiones Jesús se dijo a Santa Faustina que una de las cosas que más le hicieron sufrir durante su pasión, fue la falta de confianza de quienes decían amarle. 

La confianza es una actitud que debe cultivarse, pues ésta implica siempre un riesgo, no es algo que se alcance de la noche a la mañana, sino con el ejercicio continuo.  Confiar hoy en día no es asunto sencillo, pues en nuestra vida cotidiana es muy frecuente ver cómo en muchos casos los intereses propios, económicos, de placer o beneficio personal, suelen estar por encima de los cánones de la ética y del bien común.

Así pues, es medio de una sociedad donde la viveza criolla y el oportunismo pueden jugarnos muy malas pasadas, el hecho de confiar constituye un acto de fe. Cierto es que no en cualquiera se puede confiar, pero lo que sí es contundente es que en Dios podemos poner nuestra confianza, sin temor a ser defraudados.

Como seres sociales necesitamos estructuras de apoyo que nos ayuden a desarrollar nuestra vida, y en medio de esas estructuras tenemos en un primer plano a nuestra familia, y en muchos casos a hermanos que Dios nos regala que llegan a ser verdaderos amigos.  Bien lo dice Jesús en el evangelio “quien encuentra un amigo, ha encontrado un tesoro”.

La confianza es un gran tesoro que surge de la autenticidad de una relación fundamentada en el amor, por eso ante nuestras limitaciones, temores y desafíos, es bueno y sano que pongamos nuestra confianza en Dios. Él no nos abandonará a nuestras fuerzas, pues sabe y conoce nuestra debilidad, sino que siempre nos llevará por el camino de nuestro bien mayor. Si hacemos grandes esfuerzos apoyados en su Amor, Él siempre completará con su gracia lo que falte a nuestras fuerzas. Por eso te invito a creer, esperar y confiar sin límites en el amor misericordioso de Dios.

miércoles, 4 de julio de 2012

QUIEN NO AMA A SU HERMANO...


En múltiples ocasiones he escuchado decir que los extremos nunca son buenos, sin embargo es muy frecuente escuchar que a las personas se nos cataloga como buenas o malas, y esta concepción podría distar en mucho de la realidad.

Nuestra manera de percibir al prójimo depende mucho de la óptica personal, nuestras experiencias de vida nos llevan a ver y juzgar a las personas y las situaciones con mucha subjetividad y poca objetividad.  Si partimos del hecho de que todos somos hijos de Dios, sin distinción de ningún tipo, hemos de concluir que inevitablemente somos hermanos.  No sólo hermanos de aquellos que nos agradan, sino también de aquellos que por su conducta y manera de actuar nos pueden crear repulsión o desprecio.

Si realmente creemos que Dios es nuestro Padre, es necesario que aprendamos a ver al prójimo con ojos de misericordia, el Beato Juan Pablo II dijo en una ocasión: “Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad”.  

Es cierto que cada uno de nosotros tenemos la libertad para decidir qué hacer con nuestras vidas, pero el hecho de que tomemos caminos o decisiones erradas no suprime nuestra condición de hijos de Dios, por lo tanto mucho menos puede hacer desaparecer nuestra condición de hermanos. En una ocasión mi madre me dijo “no estoy de acuerdo con la decisión que estás tomando, pero por tomar decisiones no dejas de ser mi hijo”.

Es muy necesario que detrás de la imagen de maldad que podamos ver en algunos hermanos nuestros, aprendamos a ver más allá de lo evidente y dirijamos nuestra atención a lo esencial. Todos de alguna manera somos fruto de lo que hemos vivido, hay quienes hemos sido bendecidos, a pesar de llevar grandes cruces, pues Dios nos ha mostrado la manera de llevarlas con amor y paciencia; otros en cambio expresan su profundo sufrimiento e inmensa soledad buscando llenar sus vidas de sentido en las cosas externas, sin darse cuenta de que en ellos nunca hallarán la felicidad.

Queridos hermanos, hace falta que aprendamos a vernos con misericordia, igual que Dios nuestro Padre nos ve a nosotros.  Esta no es una tarea fácil, pero con la gracia de Dios y el ejercicio de las virtudes podremos poco a poco llegar al ideal cristiano del amor. Quiero terminar esta reflexión citando la 1ra Carta de San Juan, pues me parece que expresa con claridad el modelo que Cristo nos legó: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan 4,20). 

Una vez más, no pongamos nuestra esperanza en nuestras fuerzas, sino en la Misericordia de Dios quien todo lo puede. Ten fe, ora y no te preocupes.

sábado, 26 de mayo de 2012

IMAGEN DE DIOS...


Muchos de nosotros cuando vemos a un bebe solemos decir casi de forma inmediata: “es igualito a su padre, o a su madre” o “se parece a…” y buscamos la manera de asociar su fisionomía a algún familiar o conocido. Luego a medida que los niños van creciendo, en algunas situaciones somos capaces de intuir si son de alguna familia por el parecido físico o su manera de actuar.  También nosotros como hijos de Dios, estamos llamados a ser imagen de nuestro Padre del cielo, del cual Jesús es la más perfecta expresión. 
En más de una ocasión he escuchado con cierta preocupación que algunos hermanos nuestros se quejan de quienes somos identificados como miembros activos de la Iglesia, diciendo de manera peyorativa  “menos mal que están en la iglesia”.  Evidentemente esta expresión no es siempre reflejo de justicia, sino de cierta ignorancia y hasta egoísmo, por no estar en capacidad para comprender que aunque estemos caminando hacia nuestra conversión, aún a pesar de nuestros esfuerzos, nos falta mucho aún por caminar.   Pero en otras ocasiones esa expresión es la queja válida sobre nuestra manera de actuar no sólo en el ámbito eclesial, sino en nuestra cotidianidad.
Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero sin embargo en muchos de nosotros esa imagen se ha deteriorado por causa del pecado.  Hay muchos hermanos nuestros que parecieran haber perdido hasta su dignidad humana, y ante esto es importantísimo que tengamos presente que esa dignidad no nos la otorga  nuestra condición social o económica, nos la otorga el hecho de ser hijos de Dios.
Quienes de alguna manera sintamos que la imagen de Dios en nosotros necesita ser restaurada, podemos tener nuestra plena confianza en la Misericordia infinita de Dios, pues sin importar nuestra condición, Él siempre está dispuesto a perdonarnos y restaurar con su gracia los daños que el pecado pudo haber hecho en nosotros.
Como hijos de Dios nuestra vida debe ser reflejo de nuestro Padre, ello debe ser una consecuencia natural de nuestra íntima unión con Él.   Si nos sabemos amados por Dios, auxiliados por su Misericordia en nuestras necesidades y perdonados hasta de nuestros peores pecados, también nosotros debemos actuar de esa manera con nuestros hermanos, pues esta vivencia del amor del Padre debe conducirnos a actuar como Él.
Bien es cierto que con nuestras limitaciones y fragilidad somos incapaces de ser imagen perfecta del Padre, pero la oración y la recepción frecuente de los sacramentos son de gran ayuda para que lo que no logremos por nosotros mismos, pueda completarlo el Señor en nosotros como lo han hecho todos los santos que hoy conocemos. Animo pon tu confianza en el Señor y nunca en tus propias fuerzas.
@enticonfio2012

sábado, 19 de mayo de 2012

MISERICORDIOSOS COMO EL PADRE DEL CIELO


En el evangelio Jesús nos muestra la condición necesaria para heredar la vida eterna: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos” (Mateo 7, 21). Pareciera ser una amenaza, pero en realidad es una invitación a vivir el gozo del cielo desde nuestra vida mortal, pues quien vive unido al Padre, vive de manera anticipada y como por destellos de luz la alegría de estar unido al Padre.
Muchas veces nos preguntamos, cuál  será la voluntad de Dios en nuestras vidas, y Jesús es muy claro al respecto: “que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día” (Juan 6, 40). Creer en Jesús no es simplemente decir que tenemos fé, asistir a misa o hasta rezar todos los días, creer en Él significa también creer en su palabra y en consecuencia actuar en nuestra cotidianidad.
Dicen que las personas que han logrado vivir en ésta íntima unión con Dios, no temen ni a la muerte ni al juicio, pues ya viven la certeza del que ama y confía plenamente en su Padre.  Sin embargo en el evangelio de San Mateo, capítulo 25, Jesús nos ofrece de manera muy clara cuales serán las preguntas que al momento de presentarnos ante Dios nos van a hacer para poder entrar al cielo.
El cristiano tiene el deber de practicar las obras de misericordia, las que lamentablemente son desconocidas por la gran mayoría de nosotros. La Iglesia como madre y maestra nos enseña que existen 14 obras de misericordia, 7 corporales y 7  espirituales.
Las obras corporales son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar albergue al peregrino, visitar al prisionero, visitar al enfermo y enterrar a los muertos; y las obras espirituales son: corregir al que se equivoca, instruir al ignorante, consolar al afligido, soportar con paciencia los errores de los demás, perdonar toda injuria, orar por los vivos y por los muertos y dar consejo al que lo necesita.
Jesús dijo a Santa Faustina: “exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mi. Debes mostrar misericordia al prójimo siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo, ni excusarte, ni justificarte”.
En la próximas semanas estaremos profundizando en lo que debe ser nuestra vivencia como cristianos y la edificación del Reino de Dios en medio del mundo.

sábado, 12 de mayo de 2012

La Misericordia, esperanza del mundo


Cuando damos un vistazo a las realidades sociales  de nuestro entorno, muchos solemos poner el acento en las cosas negativas que afligen nuestra  cotidianidad, e incluso envueltos en un manto de pesimismo nos quejamos sin dejar lugar a la esperanza o peor aún, nos cruzamos de brazos ante el sentimiento de impotencia para cambiar esas realidades.

Por otro lado, la realidad personal de cada uno de nosotros suele ser espinosa, llevándonos en muchos casos a sumirnos en nuestro propio conflicto y cerrar los ojos ante las distintas situaciones que pueden afectar a nuestro prójimo.

Pareciera que no hay forma de encontrar la paz tan deseada por todos, pero que sin embargo no nos esforzamos por construir. El Beato Juan Pablo II durante una visita al Santuario de la Divina Misericordia en Polonia, durante su homilía nos ofreció una luz maravillosa “en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre la felicidad”.

La Divina Misericordia no se restringe a una devoción puntual, es mucho más que eso, es el mayor atributo de Dios, por medio del cual nos manifiesta su amor, que es incondicional, gratuito y fiel. Aunque parezca que la vivencia de la misericordia de Dios es algo netamente personal, esta tiene una dimensión comunional que redunda o debe redundar en el beneficio de toda la sociedad.
Los laicos somos todos los bautizados que no hemos sido ordenados como ministros  , y es precisamente a nosotros a quienes se nos ha encomendado la tarea de construir un mundo mejor según el plan de Dios.  En el Concilio Vaticano II podemos leer: “En este mundo, corresponde a los laicos iluminar y ordenar las cosas temporales de modo peculiar, para que todo se realice y crezca para la gloria del Creador y Redentor” (Lumen Gentium 180).

¿Y cómo podemos desde nuestra pequeñez hacer algo para cambiar las realidades que nos afligen de manera personal y colectiva? No es una tarea fácil, pero debe comenzar por el cambio interior de cada uno de nosotros, producto de un verdadero y honesto encuentro con Cristo, quien en su Misericordia puede transformarnos y en consecuencia darnos la gracia para que con nuestro esfuerzo seamos mejores personas.

Si cada uno de los que hemos tenido la gracia de vivir el amor misericordioso de Dios, actuamos en consecuencia de manera misericordiosa con nuestros hermanos, desaparecerían muchos de los males que nos afligen personal y socialmente. Basta que cumplamos nuestros deberes cotidianos en nuestro hogar, en nuestro trabajo, en nuestros círculos de amigos y en cada momento, para contribuir a ordenar el mundo según la voluntad de Dios y construir su reino entre nosotros.

¡Vive su Misericordia, construyamos fraternidad!
@enticonfio2012